lunes, 25 de julio de 2022

ARRUGAS EN LA SABANA " La Nochebuena " III entrega del 15º Cp.

                         

— ¡Feliz Nochebuena! ¡Pásalo bien!

— ¡Sí! Pasadlo bien todos y sobre todo tú, Rosa-

Salvador se ha dirigido agitando un lápiz en la mano a su compañera de redacción.

—¡Que pasado mañana tiene guardia...!

La joven periodista, que aparenta la treintena de años, cubre parcialmente la cabeza con un gorro de lana marrón desde el que permite descubrir un mechón de flequillo pelirrojo sobre la frente surcada por un mohín de contrariedad.

— Eres un encanto Salva, Dios te ha dado el don de la oportunidad-
Espeta a su interlocutor mientras recoge el bolso y unas cuartillas mecanografiadas. Le saca la lengua por toda despedida y de un suave portazo abandona la oficina.

Salvador ojea el teletipo antes de desenchufarlo en tanto se viste la prenda de abrigo. La pantalla repite las intrascendentes noticias que ha presidido toda la jornada. Baja las persianas de las cristaleras y apaga las luces.

Encogido por el frío camina por una calle iluminada por decenas de estrellas, cirios y símbolos del pentagrama que rivalizan en alegre policromía con la negrura del avanzado atardecer. 
Acaba de entrar en una cabina telefónica en cuyo aparato deposita un par de monedas. A punto de iniciar el tecleo de la serie numérica golpea el interruptor, permanece pensativo unos segundos y sale sin recoger el dinero. La llamada no se realizó.

Fiel a su hábito de paseo, sean cual sean las condiciones térmicas o atmosféricas, emprende una rápida marcha por el itinerario habitual.
Tan incuestionable como que las caminatas le ayudan a mantenerse en una aceptable forma física, es el balsámico efecto que ejerce sobre su espíritu el encuentro consigo mismo por medio de sus pensamientos, gozosos unos, elocuentes otras, no pocos contradictorios y casi todos, sea cual sea la calificación, convergentes en Carmina y el claro punto de inflexión de sus relaciones cuando unos meses atrás el coche en el que viajaban sin rumbo fijo dejó atrás la ciudad y parados en el polvoriento recodo de una carretera apenas transitada, estrecharon sus cuerpos en un abrazo sin condiciones al tiempo que sus labios sellaron con pasión el amor que hasta ese instante se resistía a descorrer el velo de la pudibundez convencional. Quizá sea ese el único sentimiento que, entendido como motor de todos los demás y fin en sí mismo, justifique casi todos los medios. 


— ¡Aita, que no te enteras...! ¡Te he pedido el platillo de jamón y me pasas la jarra de agua, antes te he preguntado tres veces si habías visto mi servilleta y me entregas las croquetas de tu plato... ¡Joder, aita, baja ya de las nubes que estamos cenando en el comedor...! Sonríe con sarcasmo su hijo menor.

— Té extrañas, que entre que habláis todos a la vez y el sonido del televisor no llego a entender nada de lo que me dices...

Intenta salir del paso el periodista sin la más mínima convicción. Así pues, antes de que la silenciosa pero a la vez encantadora mirada de su mujer alcance el nivel de sospecha reservado a la intuición femenina, se forja el firme propósito de concentrarse en la familiar cena de Nochebuena hasta que el turrón, los licores y cánticos establecen la frontera entre el condumio y la no menos tradicional partida de cartas. Salvador ha esperado este momento con ansiedad. La familia conoce bien la escasa afición a los naipes, si se exceptúa el juego de mus con los amigos en la sociedad, de modo que sus excusas no intuyen en la demasía. Llega a su casa un poco antes de cenar con su familia.

    Mesa de  Nochebuena
      
— Familia yo he aportado ya mi colaboración en estas tres jugadas, pero después de lo que he comido no me vendría mal un pequeño paseo en el frescor de la noche. Regresaré pronto. Venga chavales, a ver si despellejáis a la madre y a la abuela. Sólo éstas responden a su despedida sin levantar la vista de las cartas que ordenan cuidadosamente. 
La noche es gélida. El cielo muestra un encapotamiento grisáceo como el acero, premonitorio de una copiosa nevada. Las calles desiertas mantienen el acogedor colorido de la iluminación navideña. Salvador abre la puerta de su coche aparcado en la cuesta de una callejuela que dista una manzana de su domicilio.


El automóvil se dirige a las afueras de la ciudad. Aborda la carretera general y a los pocos minutos se detiene en una localidad separada de la suya, por sólo un par de kilómetros. Ha aparcado en lugar prohibido por propiedad privada y es que tampoco aquí resulta tarea sencilla buscar un lugar adecuado para dejar el coche, pero, sobre todo, ha aparcado ahí porque desde ese lugar puede contemplar las ventanas de la vivienda de su amada.
El salto de un gato sobre los contenedores de basura o el sordo eco de alguna canción entonada en familia tras las ventanas cerradas de las casas, enturbian a intervalos el recolecto silencio de la medianoche.

Salvador apaga las luces del vehículo, baja la ventanilla hasta dejar abierta una pequeña ranura y enciende un cigarrillo sin apartar la mirada ni un sólo instante de uno de los ventanales con la persiana bajada del piso alto de muro gris de las viviendas.

Conecta la radio en el instante en que una emisora difunde las notas del popular villancico Noche de Paz, Noche de Amor. Aplasta contra el cenicero el cigarrillo que enrarece el aire y abre la ventanilla hasta abajo.

— No es posible una noche de amor sin Carmina a mi lado-

Musita al tiempo que gira el dial de la radio hasta detenerlo en un espacio cultural donde una grave voz masculina alecciona acerca del interés antropológico de las canciones navideñas del África subsahariana. Sin excederse en la somnolienta explicación, comienza a sonar una exótica melodía en la voz solista:

¡Tanaforeeee ono mooñe, ikoooo onoloniiii!

al que sigue un coro acompañado del son de tambores

¡Tanaforeeee ooooono moñe, iiiiko oooooonoloñi!

Sin apartar la vista de los altos ventanales, cavila el periodista sobre la belleza de los villancicos siempre que no se entiendan los textos.
Absorto en sus propósitos no ha reparado en la presencia de un coche policial que se ha detenido a una prudente distancia de donde se halla, hasta que el agente se dirige hacia él.

— ¡Buenas noche! -el policía se ha acercado hasta la ventanilla. Sopla el aliento en sus manos mientras las frota cerca de la cara -¿tiene algún problema?

— No, problemas no, ninguno. Salvador finge admitir con naturalidad la insólita situación.

— Está Vd. dificultando el acceso a una propiedad privada. Supongo que se ha dado cuenta de la existencia de una señal de prohibición -el agente repasa con la mirada el interior del vehículo.- ¿espera a alguien?

— Todos esperamos siempre a alguien, ¿no le parece? Aunque rara vez se presente la persona añorada en el instante que más le necesitamos -Comenzaron a caer gruesos copos de nieve. El policía arruga las cejas ente la imprevisible salmodia filosófica de su interlocutor.

— Bueno, si su presencia aquí no se debe a algún caso urgente, haga el favor de abandonar el estacionamiento- con el lacónico imperativo se dirige al coche policial y abandona el lugar sin comprobar la efectividad de sus órdenes.

— ¡Quiero verte, necesito hacerlo, besarte amor! ¿No habrá un saco de basura que bajar o algo que el azar disponga a mi favor? -Salvador se ha sorprendido así mismo hablando en voz alta.

Golpea con el puño el volante, cierra la ventanilla que, al instante, se cubre de la nieve que arrecia, apaga la radio, gira la llave de encendido del motor y enfila la carretera de vuelta a la ciudad. Conduce con prudencia. En el trayecto no se ha cruzado con ningún coche. Gira una vuelta alrededor de su casa. Sin poder encontrar un hueco lo suficientemente espacioso para dejar el automóvil y con esta intención se dirige al centro de la ciudad. Su conducción es muy lenta. A lo lejos, por la acera de la derecha se acerca una persona con pasos vacilantes. Se trata de una anciana que, hace un extraño gesto de distorsión hacia un lado y cae de bruces. Salvador abandona el vehículo en doble fila y se lanza a la carrera hacia el bulto inmóvil en la nieve.
                                 

  Caída en la nieve 
                     
               
— ¿Qué le ha ocurrido?

— ¡Ay! no sé, hijo, me duele mucho la espalda y la cadera, sollozó la mujer.-

— ¡Pero señora! ¿Cómo se le ocurre pasear a estas horas y con el frío que hace? -Le pasa la mano por el cuello y la incorpora ligeramente. La anciana le responde con una mirada de ternura y dolor, mientras musita con voz apenas audible.

— He acudido a la Misa del Gallo para requerir de Dios sus favores y pedirle buena suerte para el futuro.

— Ya, ya veo ya, abuela - Salvador se despeja de su prenda de abrigo y la coloca bajo la nuca de la maltrecha septuagenaria al tiempo que procura tranquilizarla sin poder encontrar las palabras apropiadas. Memoriza el número capicúa de la Cruz Roja mientras se planta con un par de zancadas en la cabina de teléfonos que dista pocos metros en línea diagonal. La impasible cortina de nieve alfombra la calle solitaria.

— ¡Diga!

Salvador se envara ante la jugarreta que le ha deparado el subconsciente. Ha marcado el número de Carmina y es su voz la que ha contestado -¿Carmina? Bueno, no era mi intención llamarte ahora... esto..., si, la verdad es que deseaba hablar contigo... pero mi propósito era marcar otro número... -explica aturdido.

— No puedo hablarte ahora, cielo- musitó la pintora cuya quebrada expresión llega mezclada en el fondo del sonido de un televisor.-
— No puedo estar sin ti, amor... ¡Pi, pi, pi, pi, pi, pi...! -Carmina ha colgado el teléfono.

Una patrulla de la policía municipal atiende a la anciana. Salvador habla durante unos minutos con el agente que le ha hecho entrega de su abrigo. Dirige sus apenados ojos hacia la mujer que yace inmóvil en brazos del segundo policía y lentamente se aproxima a su vehículo.

Algunos curiosos se han asomado a las ventanas. Continúa nevando suavemente.

 Continúa  nevando suavemente 

            
Continuará...





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ª  Carmen Píriz García - registro: 0910304797905Entrega anterior

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